¡Cuatro mil quinientos millones de años! ¡Esta ha sido la menor cantidad de tiempo que le ha costado a la manifestación para expresar la vida tal como la conocemos en nuestro planeta! La vida con su tiempo, su ritmo, sus pasos y sus ciclos. Tanto tiempo hace que la reverencia de la vida corresponda a la de la manifestación misma.
Tantos miles de millones de años reducen otros períodos de tiempo más cortos a fracciones de segundo, generando contextos mucho más amplios que el de una vida humana, aunque sea en ella que se reconoce lo que la supera, trasciende y contiene.
Hace poco más de 20.000 años, la humanidad comenzó su transición del nomadismo extractivo a los asentamientos agrarios en el hemisferio norte de nuestro planeta. Esto significó una liberación progresiva de la búsqueda de alimento en ambientes naturales, a través de la domesticación y el cultivo de plantas y animales que pudieran alimentarla. Así se originó la agricultura y la ganadería.
Sin embargo, si el cultivo liberó a la humanidad de la dependencia de los recursos silvestres, la naturaleza siguió esencial para producir lo que alimentaría a los seres humanos, y la humanidad se mantuvo atenta a los ciclos naturales de la vida en la Tierra.
El primer evento contrastante se presentó en el equinoccio de primavera, ya que enmarcaba el resurgimiento de la vida en el planeta con deshielo después del invierno. Aquí comienza la primera parte del año místico. Es la apertura del Libro de la Madre o Libro de la Vida o Libro de la Manifestación.
El solsticio de verano abre la segunda parte del año místico. A partir de él, las flores y los nacimientos maduran sus frutos, volviéndose fuentes de bien para la humanidad.
El equinoccio de septiembre trae los primeros tonos del otoño y con ellos, la tercera parte del año místico. Es el momento de celebrar la obra que se cumplió dando frutos en la Tierra. El presente y el futuro se mezclan en eternidad al darse cuenta de que no hay principio ni fin para los ciclos de la vida.
Si el otoño era un preludio del recogimiento que estaba por venir, su momento es llegado con el solsticio de invierno, la cuarta y última parte del año místico. La Tierra se enfriaba y se congelaba hasta tal punto que ponía en riesgo la continuidad de la vida misma. Si el Libro de la Madre se abría en primavera, este era el momento en que se entendía que él se cerraba. Y se celebra la Renuncia.
La vida se lentificaba tanto en su manifestación, que parecía ya no más existir. Todo lo que está en la periferia se vuelve a su centro, donde está toda la potencia. Es el período en el que nos retiramos interiormente, donde cesa toda la actividad del año para que lo aprendido decante dentro de nosotros. Un pequeño ciclo que se cierra, simbólicamente como una muerte, para lanzarse a un nuevo ciclo de renacimiento:
Este es el significado trascendente que impregna el solsticio de invierno y que podemos trasladar a cualquier otro momento, porque lo que nos conmueve es el sentido que resuena en nosotros, y el significado trascendentemente sagrado que elegimos darle.
Tantos miles de millones de años reducen otros períodos de tiempo más cortos a fracciones de segundo, generando contextos mucho más amplios que el de una vida humana, aunque sea en ella que se reconoce lo que la supera, trasciende y contiene.
Hace poco más de 20.000 años, la humanidad comenzó su transición del nomadismo extractivo a los asentamientos agrarios en el hemisferio norte de nuestro planeta. Esto significó una liberación progresiva de la búsqueda de alimento en ambientes naturales, a través de la domesticación y el cultivo de plantas y animales que pudieran alimentarla. Así se originó la agricultura y la ganadería.
Sin embargo, si el cultivo liberó a la humanidad de la dependencia de los recursos silvestres, la naturaleza siguió esencial para producir lo que alimentaría a los seres humanos, y la humanidad se mantuvo atenta a los ciclos naturales de la vida en la Tierra.
El primer evento contrastante se presentó en el equinoccio de primavera, ya que enmarcaba el resurgimiento de la vida en el planeta con deshielo después del invierno. Aquí comienza la primera parte del año místico. Es la apertura del Libro de la Madre o Libro de la Vida o Libro de la Manifestación.
El solsticio de verano abre la segunda parte del año místico. A partir de él, las flores y los nacimientos maduran sus frutos, volviéndose fuentes de bien para la humanidad.
El equinoccio de septiembre trae los primeros tonos del otoño y con ellos, la tercera parte del año místico. Es el momento de celebrar la obra que se cumplió dando frutos en la Tierra. El presente y el futuro se mezclan en eternidad al darse cuenta de que no hay principio ni fin para los ciclos de la vida.
Si el otoño era un preludio del recogimiento que estaba por venir, su momento es llegado con el solsticio de invierno, la cuarta y última parte del año místico. La Tierra se enfriaba y se congelaba hasta tal punto que ponía en riesgo la continuidad de la vida misma. Si el Libro de la Madre se abría en primavera, este era el momento en que se entendía que él se cerraba. Y se celebra la Renuncia.
La vida se lentificaba tanto en su manifestación, que parecía ya no más existir. Todo lo que está en la periferia se vuelve a su centro, donde está toda la potencia. Es el período en el que nos retiramos interiormente, donde cesa toda la actividad del año para que lo aprendido decante dentro de nosotros. Un pequeño ciclo que se cierra, simbólicamente como una muerte, para lanzarse a un nuevo ciclo de renacimiento:
Este es el significado trascendente que impregna el solsticio de invierno y que podemos trasladar a cualquier otro momento, porque lo que nos conmueve es el sentido que resuena en nosotros, y el significado trascendentemente sagrado que elegimos darle.